Cada vez más lejos de los europeos

Cada vez más lejos de los europeos

Reproducimos el artículo de Xavier Pedrol, profesor de Filosofía del Derecho de la Universitat de Barcelona, publicado en el último número de Diagonal.


El proyecto de construcción europea se ha convertido en una amenaza, más que una garantía, de los derechos sociales y laborales de la población europea.

Lamentarse del creciente distanciamiento de los ciudadanos europeos respecto a las instituciones de la Unión es como lamentarse de que en el fútbol se trate el balón a patadas.

El proceso de construcción europea se ha desarrollado siempre al margen de sus propios habitantes. Hoy, transcurrido más de medio siglo, el resultado a la vista está: el actual Tratado de Lisboa muestra su inanidad para hacer frente a la crisis que atenaza las poblaciones de sus estados miembros.

El proceso de integración europeo se forjó a partir de una unión de intereses económicos. En los ‘80 y ‘90, el proyecto adquirió una inequívoca orientación neoliberal. Sus consecuencias sociales empezaron a hacer mella entre las poblaciones, que asistían, sin posibilidad de participación alguna, a la elaboración de cada tratado por parte de un entramado institucional lejano y tecnocrático.

La falta de una separación clara de poderes, relegado el Parlamento a un papel subalterno, el complejo mecanismo de toma de decisiones en manos fundamentalmente de los ejecutivos estatales, y la burocracia de Bruselas, abierta a la influencia de las grandes trasnacionales, aumentaron la percepción social de que la Unión menoscababa, más que protegía, derechos ciudadanos arduamente conquistados.

Se generaron reiteradas muestras de desafección ciudadana al proyecto europeo: Dinamarca se oponía en 1992 al Tratado de Maastricht; al año siguiente Francia lograba sólo un ajustadísimo resultado positivo; en 1995, Noruega, uno de los países con estándares sociales más altos, rechazaba ingresar en la Unión… A su vez, en cada contienda electoral al Parlamento Europeo, los índices de participación descendían en casi todos los países, alcanzando cotas de no más del 30% en algunos de los recién incorporados países del Este.

El argumento de que las elevadas tasas de abstención se justificaban por los índices de bienestar logrados no encajaba fácilmente en este panorama. Por lo demás, los primeros movimientos sociales de protesta europeos aparecían en escena. Sus demandas eran concretas y claras: regular el mercado financiero, abolir los paraísos fiscales, imponer una tasa sobre la circulación de capitales, tomar medidas para evitar el dumping social, garantizar los derechos sociales…

El error constitucional

No por azar se incorporó a la agenda europea en los umbrales del nuevo milenio la posibilidad de elaborar una constitución para Europa. Pero pronto la apuesta se mostró más simbólica que real. La aversión a cualquier intento de refundación en un sentido democrático y social resultaba imposible de ocultar. Promover la participación ciudadana vía internet, establecer las iniciativas legislativas populares a nivel europeo, asumir el carácter vinculante de la Carta de Derechos Fundamentales, o conceder alguna competencia más al Parlamento, sí. Pero nada de alterar el rumbo emprendido. De eso ni hablar. Los órganos con más poder en la UE seguirían siendo los menos representativos y con menos controles democráticos: el Consejo, la Comisión, el Tribunal de Justicia o el poderoso Banco Central Europeo. La Constitución material de la UE, las relaciones de poder trabadas entre las élites comunitarias y estatales, y entre éstas y los poderes económicos privados que giran a su alrededor, persistían así de forma contumaz al servicio de una política económica a todas luces ya desastrosa.

El rechazo al Tratado Constitucional en los referéndum francés y holandés arrojó de nuevo luz sobre las prioridades reales de los dirigentes europeos. Su lectura fue clara: se debían evitar las consultas populares. Invocar la palabra ‘constitución’ había sido un error. Tras un período de incertidumbres, se impuso, sin rubor, el habitual secretismo intergubernamental para lograr un acuerdo que permitiera salir del atolladero. A ellos, claro está. No, a los ciudadanos europeos que padecen hoy el aumento del paro, la flexibilizacion del mercado de trabajo y la erosión de sus derechos. Mientras, se rescatan bancos y empresas, y obtienen ganancias los altos ejecutivos en medio de una crisis que, de continuar así, sólo puede agravarse.

Sobre el Autor

Digital2 es miembro fundador de D3.