Participación y Democracia Directa en España: alcance y limitaciones de la normativa básica vigente

Alberto Horcajo (Licenciado en Derecho).

A continuación expongo brevemente las normas que actualmente regulan la participación en la vida pública conforme al sistema constitucional español, con algunos comentarios críticos.

Para empezar, el art. 9.2 de la Constitución establece el mandato a los poderes públicos, del Estado, de las Comunidades Autónomas y de las Entidades Locales, de “facilitar la participación de todos…en la vida política, económica, cultural y social”. Tal participación adquiere el rango de derecho fundamental, con un régimen especial de protección y garantía, conforme al art. 23.1, que proclama que “los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal”, de lo que se deduce la preferencia del constituyente, refrendada mediante consulta popular el 6 de Diciembre de 1978, por la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos sin intermediarios o agrupaciones, aunque el precepto aludido ha sido interpretado generalmente como eje de un conjunto de disposiciones relativas a partidos políticos y a su financiación y al régimen electoral, además de a la regulación de la iniciativa legislativa popular y de las distintas modalidades de referéndum, a las que me referiré más adelante.

Esta redacción del art. 23.1 de la Constitución justificaría la primacía de la democracia directa en el sistema político español, condicionada al tiempo de la promulgación del texto constitucional por la dificultad práctica y los costes asociados a la consulta directa a los titulares de la soberanía (art. 1.2), en gran medida superados casi treinta años después, particularmente tras la irrupción del ordenador personal, la incorporación a Internet y de la extensión de las comunicaciones de datos en banda ancha.

El derecho a la participación directa se complementa con el último de los derechos fundamentales recogidos por la Constitución, el de “petición, individual y colectiva, por escrito,..” (art. 29.1).

La Constitución española termina sus alusiones a la democracia directa con el art. 92.1, al establecer que “las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”, de manera decepcionante, pues convierte la preferencia por la decisión personal de los ciudadanos, de forma ordinaria, por un recurso excepcional, en supuestos de “especial trascendencia” (en la práctica, la aprobación y reforma de los Estatutos de Autonomía y determinadas cuestiones de política exterior), a instancia exclusivamente del Gobierno del Estado, -según prevén la Ley Orgánica 2/1980 sobre Referéndum en su artículo 2 y el 161 del Reglamento del Congreso de los Diputados- quien lógicamente sólo propondrá la consulta cuando tenga la expectativa de un resultado favorable a su continuidad.

En el momento actual sería razonable disponer de una relación de competencias de las diferentes Administraciones Públicas que hubiesen de ser sometidas a consulta pública, por ejemplo todas aquéllas que hayan de plasmarse en leyes orgánicas, cuya aprobación, modificación o derogación exige una mayoría absoluta del Congreso, por referirse al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, incluido el régimen electoral y la organización territorial Estado.

Se puede ya adelantar que la legislación sobre la consulta popular, que pronto cumplirá treinta años y que es anterior no sólo a Internet y a la telefonía móvil si no incluso al ordenador personal, prevé que el parecer de los ciudadanos se exprese “mediante papeletas y sobres ajustados a modelo oficial”, por lo que es entendible que si bien el constituyente español deseaba la participación directa de hombres y mujeres en los asuntos públicos, tuviese inmediatamente que someterse a las limitaciones de medios y procedimientos ahora superados, pues la extensión de la conectividad en todo momento y prácticamente todo lugar y los hábitos de consumo, información y entretenimiento han familiarizado al conjunto de la población, sin distinción de nivel de formación o de renta, con tecnologías de uso fácil, ya cotidiano, extensamente difundidas en el comercio y percibidas como plenamente fíables.

Por todo ello, el reproche en la falta de recurso a la consulta a los ciudadanos no puede dirigirse al constituyente o al legislador de los primeros años de la democracia española si no a los políticos del presente, extrañamente anclados en un modelo de representación que cada vez suscita menos interés e incluso comienza a verse como escaso de legitimidad.

Pasando a la regulación de la iniciativa legislativa popular, es decir del supuesto en el que el ciudadano no ha de pronunciarse sobre la conveniencia y acierto de una norma determinada aprobada por quien tiene reconocida la competencia legislativa si no cuando del titular de la soberanía parte la voluntad de dar un tratamiento concreto a un asunto de la vida publica y que está consagrada en el artículo 87.3 de la Constitución, la Ley Orgánica 3/1984, reformada por otra Ley Orgánica 4/2006, es oportuno empezar diciendo que inmediatamente se han excluído materias primordiales del sistema político, como las relativas a derechos fundamentales y libertades públicas, las de naturaleza tributaria, las de carácter internacional, las relativas al ejercicio del derecho de gracia y las propias de la gestión económica para alcanzar más altas cotas de prosperidad, específicamente en lo que concierne a la elaboración y aprobación de los presupuestos generales del Estado.

Esta exclusión refleja la desconfianza del constituyente respecto del criterio de la mayoría, presumiblemente considerada inexperta para conducir sus propios asuntos o quizás potencialmente capaz de introducir cambios notables en la concepción de las relaciones internacionales (la solidaridad internacional y la deslocalización de los factores de producción serían sólo dos ejemplos de circunstancias fruto de la globalización de las últimas tres décadas) o de la administración del erario público (como la contienda entre mercado, políticas fiscales liberales y déficit publico), no obstante sometidas a criterios, como los recientes de convergencia en el plano monetario de la Unión Europea que han sido negociados y aprobados por la mayoría de pareceres de representantes (¿con qué respaldo popular respectivo?) de ciudadanos de otros Estados.

A continuación, la iniciativa legislativa popular se regula en sus extremos más procedimentales, relativos a la recogida de firmas –¡siempre en papel, no obstante datar la reforma de 2006!-, la autenticación de las firmas y el recurso a fedatarios especiales, pudiendo no obstante recurrir a los certificados digitales o a la autenticación de los sistemas de pago, incluso para transacciones desde terminales móviles, de los que hay ya cerca de cincuenta millones en España, así como a la compensación de gastos del promotor de la iniciativa legislativa popular, hasta un máximo de 300.000¤, suma pírrica comparada con las subvenciones que reciben los partidos políticos para sufragar gastos de campaña.

De modo que si la legislación española sobre referéndum es obsoleta, la que versa sobre la iniciativa legislativa popular es decepcionante, ambas pobres aproximaciones al ejercicio del derecho básico a proponer y opinar, de manera ordenada, segura y eficiente, sobre cualesquiera aspectos de la vida pública, que es también la vida de cada cual.

Finalmente, me ocupo en esta breve reseña de la regulación del derecho de petición, reconocido en el artículo 29 de la Constitución y en el artículo 44 de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales anexa al Tratado Constitucional Europeo de 2004, el último de los derechos fundamentales del Texto Fundamental español de 1978, que tienen garantizada su tutela y protección mediante procedimientos preferentes y sumarios y la supervisión especial a través del recurso de amparo al Tribunal Constitucional.

Es interesante señalar que el derecho de petición se extiende a todos, personas y entidades, ciudadanos y extranjeros y, que por vez primera, en la Ley Orgánica 4/2001, se contempla el soporte electrónico para la formulación de peticiones a cualquier organismo o dependencia de una Administración Pública, a pesar de que la propia disposición reproduce a continuación la letanía de trámites y actuaciones propias del siglo pasado.

Más allá del derecho fundamental a participar directamente en política a través de la consulta popular, de proponer legislación y de solicitar determinada actuación de los poderes públicos en asuntos de su incumbencia, falta el enunciado de la posibilidad de interpelar al Gobierno, superando el mecanismo actual de control por medio de representantes que no satisface necesariamente el deseo de conocer y de influir en la línea de actuación de quien dirige lo público, que pueden abrigar libremente, sin cortapisas, numerosas personas, titulares de la soberanía.

En resumen, la democracia directa en España goza de un reconocimiento constitucional valioso, que requiere una puesta al día y una puesta en práctica sistemática y generosa, para asegurar que la voz de las minorías puede ser escuchada y tenida en cuenta, a través del ejercicio responsable de la iniciativa popular y que una mayoría suficiente respalda la acción del Gobierno y el progreso legislativo, mediante una consulta popular frecuente y rigurosa, a la altura de los tiempos en que vivimos.

Madrid, 1 de Julio 2007

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